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Tiempos Modernos | Cuento Corto

Sofía me abrió la puerta del vestíbulo de su edificio, me acerqué a darle un beso en los labios pero ella lo desvió a su mejilla. Deja la puerta entre abierta y puedo jurar que escucho el golpeteo de esta por el particularmente fuerte viento de esa tarde. Nos subimos al elevador sin decir una palabra, el recorrido se me hace infinito. Sofía se queda viendo lo que parece ser un insecto muerto dentro de una lámpara en el techo. Me le quedo viendo con la esperanza de que hagamos contacto visual pero esto nunca sucede. Finalmente se abren las puertas y caminamos a su departamento. Mientras ella saca la llave de su bolsillo escucho el llanto de un bebé en el departamento de al lado. Los vecinos tuvieron un bebé, las últimas noches han sido de pesadilla, me dijo dirigiéndome la palabra por primera vez en el día. Entramos y pone la llave sobre la mesa. Siéntate por allá, lo dijo como si yo nunca hubiera estado por ahí un centenar de veces en el pasado. Me siento en el sofá donde estaba acostado su perro salchicha (mismo que se fue en el instante siguiente en que me senté) y me quedo esperando a que ella me diga algo. Se amarra el pelo con una cola y se sienta a mi lado, a unos escasos 40 centímetros. Noto un libro sobre una pequeña mesa y alcanzo a leer “Romeo y Julieta,” me extraña porque Sofía odiaba cualquier tipo de obra romántica.
—Es patético —me dice con un aire de intelectualidad.
—¿El libro?
—Sí. Se matan porque uno no podía vivir sin el otro, y que supuestamente estaban destinados a estar juntos y que nadie los separaría. Yo no me mataría porque el otro tipo se mata. Todos dicen que quieren una historia como la de Romeo y Julieta pero nadie analiza que él era un indeciso que se enamoraba rápido de todas. Él le dice “Te juro por la luna” y ella le dice que no jure en lo absoluto. Pero que si tiene que jurar, que jure por su maravilloso ser, que es el dios que ella adora como un ídolo, y luego le creerá. ¿Qué clase de persona enferma piensa así?
—No sé que me estás tratando de decir, Sofía. En todo caso, Shakespeare ni siquiera me parece la gran cosa —le respondo con la intención de hablar de lo que ella tan desesperadamente necesitaba.
—Respóndeme —me dice cortantemente.
—Todo me parece bien excepto la parte del ídolo. ¿Feliz?
—¡No! Todo está mal. ¿No entiendes? —responde, a nada de ponerse a llorar.
—¡Maldita sea! ¿Ahora qué? No te entiendo nada. Un día quieres que sea como Romeo y otros como quién sabe cuál personaje de algún libro de hace siglos. Es que no te entiendo de verdad. Me llamas acá para hablar, yo vengo que me cago del miedo y de la incertidumbre, no pude ni almorzar porque se me fue el apetito y ahora me pones a analizar un texto trillado que pone falsas expectativas en las mentes de los adolescentes que todavía no saben que carajos es el amor.

Sofía comienza a llorar y no sé que decir o hacer. Pasan unos minutos y su mirada se pierde en las luces de Boston. A ella le encantaba ver por la ventana los domingos cómo llegaban personas a la Trinity Church y escuchar desde lejos al coro. Decido servirnos a ambos una copa de vino, voy al refrigerador y solo veo media sandía, una caja de mantequilla y tres rebanadas de queso amarillo.
—¿Hay algo de tomar? —le pregunto.
—Tengo un licor vencido en la gaveta de abajo, no sabe tan mal —me responde con un tono de voz muy bajo.
Sirvo el licor en una copa y el mío en un vaso porque la otra copa estaba quebrada. Se lo doy y sin verme a los ojos comienza a tomar, igual con la mirada firme en la cruz sobre la iglesia.

—Yo sé lo de ella — me dijo con la voz entrecortada.
—Y yo sé lo de él también —le respondo con lo que parece ser dolor.
—¿Y por qué seguimos entonces? ¿Amor?
—Amor se llama el juego en el que un par de ciegos juegan a hacerse daño.
—No cites a Sabina y respóndeme algo tú —me dijo sonriendo un poco.
—Yo no sé por qué seguimos en esto, lo único que sé es que no quiero saber cómo va a ser el después.
Sofía me vuelve a ver y asienta levemente con la cabeza. Nos quedamos viendo el paisaje por unos minutos, su mirada en los edificios y en alguno que otro transeúnte que vagaba por las calles, la mía en la luna llena de esa noche que me rogaba que jurara amor eterno por ella.

© Gabriel Berm